Por dictamen del destino no pude conocer en profundidad a mis abuelos. De hecho, no recuerdo al padre de mi madre, pues murió cuando yo tenía meses, y al padre de mi padre, apenas, a pesar de que en mi niñez temprana me llevaron a conocerlo. Saben, si hoy me mostraran una fotografía suya, sería incapaz de reconocerlo. ¿Por qué? Elemental, mi querido Watson. Un divorcio temprano estableció barreras de tiempo y distancia. No obstante, en compensación, sí disfruté del cariño y del consejo del hermano de mi abuelo, o sea, mi tío abuelo. Todo un referente con historia de naufragio y conspiraciones políticas que en represalia lo llevaron al cautiverio. Sí, mi tío Manuel era un gran personaje, y en tal sentido, guardo con cariño su recuerdo.

En cambio, la relación con mis abuelas fue diametralmente opuesta. Cercana y nutritiva. Tanto así que, de cierta manera, ellas moldearon, en lo fundamental, quién soy ahora.

De mi abuela materna, Luisana, mi madre fue su última hija. Es tanto así, que, en una ocasión, oí decir a mi madre que no la conoció su apariencia juvenil, puesto la tuvo pasado los cincuenta años. Imagina mis recuerdos de mi abuela: una viejecita encorvada por los duros años de granja, pero, sin embargo, recia, que trabajaba de sol a sol con una charapa desmalezando las cercas de alambres y matando culebras cuando se les atravesaban por delante cuando ya contaba con más de ochenta años. Nacida en 1901, vio pasar al cometa Halley en dos oportunidades, y escuchó, a la distancia, gracias a la providencia, los acontecimientos de las grandes guerras del siglo XX.

Hoy, hay quienes desmienten y siembran la duda sobre el alunizaje del hombre. Pues, a ella, a mamabuela, yo se lo escuché por primera vez, cuando aún la televisión era en blanco y negro, en plena efervescencia de aquellos supuestos logros. Cierro mis ojos y veo su rostro nítido, envejecido e imborrable. Admiración, respeto y amor.

De mi abuela paterna, Margarita, su nombre legal, la llamábamos Mamá Mery. No sé el motivo, pero a ella le gustaba, y a mí también. Mi padre fue su primogénito y yo su primer nieto. Así que, como intuirán, recibí mucho amor y un trato que despertaba envidia entre mis hermanas y primos. Hasta tal punto de que hasta hoy hay quienes dicen que yo fui su preferido…

Me embarga un profundo sentimiento y aguan mis ojos. Sufrí lo indecible cuando murió, ya está por cumplir veinte años, y el sentimiento de nostalgia persiste. Claro, la combato con los hermosos recuerdos compartidos y en la plena convicción de que su esencia me acompaña en todo momento, junto con las de los demás que me amaron y cumplieron el ciclo en este mundo.

Siempre compartí con Mamá Mery los meses de julio a septiembre hasta cumplir la mayoría de edad y emanciparme para entrar a una nueva etapa de mi vida. Gozaba cuando me buscaba y lloraba cuando, de vuelta a mi hogar, la veía partir desde el andén del autobús extraurbano. Era cálida y amorosa, sencilla y sin mucha ambición, quizás la única, fue el gusto por viajar por las carreteras del país para compartir con quienes quería y disfrutaba de servir con amor.

Esta crónica me ha tocado el alma. Sentimientos encontrados de alegría y de tristeza. Confío en que las suyas, mis queridos compañeros del camino, sean tan reconfortantes como las mías, y que les hagan revivir lo mejor de seres maravillosos, más allá de luces y sombras.

Saludos.