Inteligente, aquel que aprende de sus experiencias; sabio, aquel que aprende de las experiencias de los demàs.

La vida no es un manual de instrucciones, ¿verdad? Una cosa es leer sobre el mapa, y otra muy distinta es caminar el terreno día a día. Es justo ahí, en el camino andado, donde aparecen esas pequeñas piedritas inesperadas, esas variables que no salen en ningún libro y que, sin que te des cuenta, van dejando su marca. A algunos nos rozan, a otros nos duelen de verdad.

Lo más curioso es que muchas veces ni siquiera nos damos cuenta de que están ahí, afectándonos, hasta que el golpe es demasiado fuerte como para esquivarlo. Es un poco como la hipertensión: silenciosa, sigilosa, hasta que un día te grita en la cara y te deja una situación con la que hay que aprender a vivir, a veces irreversible.

Hay que celebrar la vida en toda su plenitud, con sus luces y sus sombras, con lo bueno que nos infla el pecho y lo malo que nos arruga el alma. Y en medio de todo eso, hay una sabiduría ancestral en nuestro propio cuerpo que solemos ignorar. Él sabe, créeme que sabe, cuándo necesita parar, respirar, simplemente ser. Negarnos ese respiro, esa pausa necesaria para recargar energías —algo que, te aseguro, se vuelve más crucial con cada año que sumamos— es, sin exagerar, ir cavando nuestra propia fosa, poquito a poco. Escucharnos, atendernos, no es un lujo, es una necesidad vital para seguir adelante con paso firme, humano y consciente.