"¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios."
1 Corintios 2:11

Si el mundo pudiese ver las cosas que han visto mis ojos, nada volvería a ser como antes; pero las personas comunes prefieren seguir inmersos en sus vidas, con sus absurdas rutinas cotidianas, sin importarles lo que hay más allá de lo evidente y conocido.
La gente de afuera corre como loca de un lado a otro en un interminable vaivén que los lleva del alba al ocaso en un círculo repetitivo de acciones que parecieran nunca tener fin; unos buscando su sacrificado sustento y otros disfrutando del goce de sus logros o privilegios, mientras otros tantos -quizá los más despiertos- viviendo su presente añorando un mundo mejor que solo pueden imaginar aferrados a su débil fe.
Pero yo... hace tanto tiempo que me alejé de ellos y me aislé dentro de estas cuatro paredes, que ya casi ni recuerdo lo que es compartir con algún otro ser de mi propia especie.
Sí, para que negar que soy un agorafóbico y obsesivo hermitaño que, antes de exponerme a los lugares públicos y su gentusa, prefiero permanencer encerrado sin ningun tipo de contacto humano, más allá de lo que pueda permitirme el internet y sus redes, del cual y dentro del cual vivo.
Total, a nadie le importa si soy un regordete asqueroso que anida en medio de su propia basura, entre los gusanos e insectos que no dejan de colarse quién sabe por dónde, y que se empeñan en hacerme la vida profundamente infeliz.
Esos aberrados zancudos que vuelan como hordas salvajes arremetiendo contra mi fofa piel, que ya no soporta una picada más. A veces me pregunto si son los cibermosquitos de Bill o simplemente son uno de los infames karmas que tengo que pagar en esta vida.
Incontables son las manchas de sangre que decoran mis paredes, a causa de tantas moscas que he triturado con mis propias manos, pues no hay nada que deteste más que los supremasistas insectos voladores que se creen mejor que los demás.
Por el contrario, las larvas que pululan entre los pútridos desechos de alimentos que rodean mi estancia ya no me importan ni me afectan, sino que se han convertido en mis hermanos.
Espero que no me juzguen por esta ignominiosa condición de abandono, pues las cosas no siempre fueron de esta manera.
Todo ocurrió la noche de un 21 de junio, cuando el día se acorta y la noche se prolonga, según mi impresión, hasta el infinito. Las infames y trasnochadas moscas trataban de enloquecerme con sus zumbidos y roses a mi sensible piel, hasta que me harté y me levanté del catre para continuar con mi sacrosanto ritual de triturarlas con mis dedos.
Faenando en la justificada matanza, mis dedos termiron perforando un agujero en la ensangrentada pared. Se sentía extraño, esa pared ya no tenía la solidez y fiermeza de antes, más bien se hacía blanda y gelatinosa mientras con afan continuaba urgando en ella hasta lograr meter completamente mi brazo, que fue seguido mecánicamente por el homrbo, la cabeza y después el torso.
La realidad había cambiado en un instante y ahora mi cuerpo transitaba por una especie de oscuro túnel, húmedo, baboso y nauseabundo. Estaba confundido, pero mi instito no me permitía detenerme ni retroceder, y una voz en mi mente me exigía continuar avanzando más y más en esa búsqueda exploratoria de algo magnánimo al final. Definitivamente tenía que descubrir hasta dónde me llevaría ese sendero.
Sin miedo y decidido, avancé sin tregua hasta divisar una tenue luz en un distante fondo. Literalmente corrí entre lo enlodado y biscoso del camino que me condujo hasta una cóncava superficie gomosa y cristalina que me paró en seco y que no pude atravesar.
Mis ojos aún no se acostumbraban a la luz, y tardé rato arrodillado frente a esa inmensa pantalla que gurdaba el secreto que mi mente había estado persiguiendo. Me incorporé y frote con fuerza mis manos contra el cristal para quitar su empañadura y... vaya sorpresa.
El otro lado estaba plagado de una plétora variada de horrendos y gigantes insectos, viviendo sus vidas cotidianas, corriendo como locos de un lado a otro; seguramente unos buscando su sacrificado sustento y otros disfrutando del goce de sus logros o privilegios, mientras otros tantos -quizá los más despiertos- viviendo su presente añorando un mundo mejor que solo podrían imaginar aferrados a su débil fe.
Entonces comprendí que nosotros solo somos los parásitos huéspedes en los cuerpos de esos supremasistas insectos, dueños y señores del universo.
veac161025

CONCURSO DE RELATOS DE LITERATOS: Ese zumbido que no cesa
El escritor propondrá un texto que puede jugar con el terror ante lo incomprensible, la crítica a la ciencia, o la manipulación de la naturaleza.
Se participará con un relato de entre 700 y 850 palabras.
Debe estar escrito en español.
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